Corona virus: a Pérez Jiménez nunca le gustaron los chinos

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Por: Douglas González.-El edecán le hizo seña de que pasara al Despacho. Pedro Estrada el hombre de la mano de hierro del régimen, cerebro de la Seguridad Nacional, cruzó la puerta enarbolando su sonrisa enigmática de todos los días.

El general Marcos Pérez Jiménez, estaba parado con el teléfono al oído, mientras apoyaba la otra mano sobre su inmenso escritorio donde parecía caber un continente entero, al verlo le hizo un ademán de que se sentara, colgó la llamada y se arrellanó en la silla presidencial, donde su figura lucía más corta y regordeta de lo normal. Cruzó las manos sobre su abdomen, mientras jugaba con sus dedos le preguntó, dígame que tenemos hoy Pedrito.

Pérez Jiménez solía llamar por diminutivos a sus cercanos colaboradores, algo que manejaba como un código de confianza. Por esos días, en la memoria del terror estaba aún fresca la desaparición de siete sicilianos de una pensión de Caracas, que equivocadamente se habían aventurado en una secreta conspiración para asesinarlo. Una aventura que nació a instancias de un interesado que necesitaba unos chivos expiatorios para crear una amenaza, y congraciarse abortando el complot. A los italianos les prometieron cien mil bolívares que nadie les dio, porque los muertos no cobran.

Consciente de lo delicado del tema Estrada apuró la pregunta: “General quería preguntarle que decidió sobre la solicitud de ingreso de ciudadanos chinos”.

“Usted sabe Pedrito, que ni chinos, ni árabes –respondió y luego agregó-: “Esa gente no entra aquí, sabe que los chinos comen cualquier vaina que se mueva, y no se integran como el europeo, son una raza aparte, y aunque parezca habladera de pendejadas, usted sabe lo que dicen, que nadie ha visto nunca un entierro de chino.

Estrada escuchó la negativa con una sonrisa franca y apacible. “Esos chinos algún día le van a echar una vaina al mundo, y agregó, deje el tema de los extranjeros en manos de Laureanito (Laureano Vallenilla-Lanz, ministro del Interior), a menos que alguno quiera venir a matarme”. Era una mañana del mes de noviembre de 1955.

Wuhan es una de esas ciudades desconocidas, sin rostro. Casi aislada culturalmente. Ninguno de sus habitantes ha visto jamás un negro en persona. Nada memorable ha pasado allá porque ni siquiera aparece en el Almanaque Mundial. Nadie se habría enterado jamás de su existencia si en el pasado mes de diciembre no se convierte en el epicentro del Coronavirus que empieza como una gripe, causa fiebre y neumonía. Un virus mortal que entró en el cuerpo de un hombre después de que éste consumiera carne de una culebra infectada tras ser mordida por un murciélago portador del virus. Ahora es transmisible de humano a humano. A partir de ese momento China se ha declarado en emergencia y la comunidad internacional en alerta.

Wuhan ha sido aislada, 80 muertos y 2.500 infectados. Nadie entra ni sale de esa ciudad de casi 12 millones de habitantes, el mercado de carnes exóticas ha sido clausurado, el resto de los países temen a su peor enemigo ese que no se ve, es silencioso e invisible y que puede volar por los aires de un Continente a otro, el mundo teme una nueva peste. Es el mes de enero de 2020.